lunes, 6 de noviembre de 2017

La Noria número 12


Sale número 12 de la revista santiaguera La Noria que incluye textos de Oscar Cruz, Carlos A. Aguilera, Néstor Díaz de Villegas, Javier Marimon, Fernando Villaverde y un servidor, entre otros. IN-CUBADORA  se ha encargado de convertirla en PDF. Acá adelanto mi texto:

Semana negra
Semana negra. Primero Picó, luego Robby y para rematar Cavallero. A Picó lo vi en casa de Eltico. Ahora en verano a Eltico le ha dado por los barbiquiúses. Con Eltico se puede hacer una novela. Al padre lo cogieron preso (político) cuando él acababa de nacer, luego estuvo en una bronca famosa contra la seguridad frente a la embajada americana en el 80 y ese mismo año vino para acá. Marielito. Bueno como un santo pero le encanta meterse en problemas. Tuvo un go go con mujeres que bailaban con las tetas al aire en Elizabeth hasta que a los dos muertos se decidió a venderlo. Repara casas y las alquila en los peores barrios de negros de New Jersey donde al menor descuido te roban las ventanas, la plomería, te queman el carro o te matan. A él le ha pasado todo eso varias veces, excepto lo último, claro. Estuvo de manager de un supermercado en Baltimore. Era en un barrio peor todavía: la policía patrullaba en helicópteros porque no se atrevía a andar por tierra. Sus amigos en New Jersey rezábamos porque no lo mataran. Y salió vivo pero con una deuda enorme que no acaba de sacarse de arriba porque el negocio en el que está ahora, el de vender casas, no da ni para tomarse un café en la gasolinera de la esquina. Así y todo Eltico celebra religiosamente sus barbiquiús y recoge a cuanta alma sola y atormentada deambula por el barrio. Al Cenizo, a Orestico y ahora a Picó. Con el Cenizo también se puede escribir una novela. Y Orestico da al menos para un buen cuento. Un cuento sobre un alma firme y sencilla enfrentada a la fatalidad (en su caso la fatalidad es una forma de inercia que le impide reaccionar ante nada). Pero el personaje de esa noche fue Picó. Pintoretto estaba de visita desde México. Lo invitaron a una exposición y me preguntó si se podía quedar en la casa. Le dije que sí, que por supuesto. Al principio pensé dejarlo solo para que recorriera Nueva York a su aire pero Pintoretto es de los que se pierde en una cuarta de tierra. Para él uptown y downtown son intercambiables así que me dediqué a llevarlo a todos lados. El día del barbiquiú de Eltico le di un paseo por Williamsburg y Brooklyn Heights. Al regreso le expliqué que conoceríamos a Eltico y le hablé de él. También le hablé del Cenizo. De su acento vagamente español. De las conspiraciones en las que había estado metido cuando la dictadura de Batista. De sus veinte años de prisión que le regaló Fidel por interceder por alguien que ya estaba muerto. De su estoicismo zen en medio de las palizas, sus sesiones de yoga entre los presos, su rechazo a la violencia. Todo eso unido a su tendencia a aparecerse en cualquier rincón de la cárcel donde estuvieran repartiendo palos. Su erudición casi infinita y un tanto anticuada, como le toca ser a la verdadera erudición en tiempos de google. Su antiamericanismo irredento, sus grandes planes para Latinoamérica, sus teorías de las conspiraciones de los nexos entre el fascismo, el peronismo y el castrismo y sobre todo su infinita paciencia para con el mundo en cada una de sus manifestaciones incluido el cáncer que estuvo a punto de matarlo el año pasado. Menos mal que le conté todo eso a Pintoretto porque al llegar donde Eltico apenas tuvo tiempo de hablar con el Cenizo.
Allí estaba Picó.
A Picó se lo encontró Eltico no hace mucho. En un supermercado. Estudiaron juntos en el preuniversitario, se cayeron a golpes unas cuantas veces pero Eltico lo recuerda con cariño. Eltico recuerda con cariño a casi todo el mundo. Basta con que no sea demasiado hijo de puta. Cuando se trata de un canalla más allá de toda redención dice simplemente: “Ese tipo es un saquito de mierda”.  Y para la cantidad de gente que conoce ha repartido muy pocos saquitos de mierda. Apenas tres o cuatro. Eso le da a los saquitos un peso enorme, aplastante. De Picó siempre hablaba con cariño pero para nosotros era apenas eso, un personaje de las historia de Eltico. Hasta ese día. Picó se apareció en el barbiquiú solo un momentico, dijo, porque iba camino al gimnasio. Pero no se movió del asiento hasta tres horas después, cuando ya la mayor parte de los invitados de Eltico se habían ido. Durante esas tres horas monopolizó la conversación. No es que no dejara hablar a los demás sino que todo el tiempo que estuvo no se habló de otra cosa que de Picó y sus problemas. Mi proyecto de conversación entre Pintoretto y el Cenizo se frustró. Enfocamos nuestra atención en Picó, empeñado en explicarnos lo terrible que era su vida manejando un camión catorce horas al día. Trabajar para mandarle dinero a su familia en Cuba y llegar a la conclusión de que la vida es, aquí y en Cuba, la misma mierda.
Esa misma semana, un par de días después del encuentro con Picó vimos a Robby. Era el cumpleaños de la mujer. No soporto a la mujer de Robby, y el mismo Robby, si uno no está totalmente decidido a seguirle la corriente, es abrumador. Porque la corriente que hay que seguirle es siempre la misma: tan espesa y profunda que si tratas de remontarla te ahoga. Lo mejor con Robby es mantenerse en la orilla, bebiéndose un mojito y fumando un tabaco en el balcón de la casa que da para un parqueo horrendo. Por la gente que se reúne en las fiestas de Robby y Adriana pensé que sería bueno llevar a Pintoretto a esa fiesta y así de paso conociera otro tipo de personajes que nos gastamos por aquí. Porque es un ambiente muy diferente al de los barbiquiús de Eltico. Robby nació aquí en Nueva Jersey, de padres cubanos, pero consideraría altamente ofensivo que no se lo considerara tan cubano como a cualquiera nacido en La Habana o en Mayarí Arriba. Fue a Cuba a realizar el trabajo de campo de su doctorado en etnomusicología y en Holguín conoció a su mujer, un ser paliducho e histérico tan difícil de resistir como un cigarro encendido dentro de los calzoncillos. Antes me compadecía de Robby pero ahora comprendo que, cada cual a su modo, son igual de insoportables. Lo alivia, por suerte, el que Robby conozca un montón de músicos que, si están de buenas y Robby lo permite, sacan los instrumentos y arman descargas memorables. El problema es que Robby suele echar mano a un tema serio de conversación que casi siempre es el mismo: el derrumbe de la República Americana bajo el peso de sus propias insuficiencias. Lo que consigue es que todo el mundo se le aleje: empezando por su mujer y terminando por mí. La excepción son, por supuesto, los novatos que, a falta de una advertencia oportuna, se le acercan atraídos por su porte elegante, su voz profunda, sus ademanes lentos. Esta vez le tocó a Pintoretto.
A Cavallero fui a verlo por culpa de Pintoretto. Nunca había ido a su casa. Y habría mantenido toda la vida esa virginidad pero temí que en medio de la noche Pintoretto se perdiera en Manhattan y fuera incapaz de llegar a New Jersey. Pintoretto tiene una relación mágica con las cosas y como encima tiene la suerte de que esa idea equivocada de la vida le funcione con bastante frecuencia anda convencido de que la razón lo acompaña. Siempre. Eso explica también su relación con Cavallero, un tipo sinuoso y calculador que sin embargo tiene en Pintoretto una especie de guía espiritual. O más bien como su espejo mágico particular. Como Pintoretto orientó sus primeras lecturas serias lo considera, si ya no un mentor, al menos un punto de referencia para determinar cuánto ha trascendido en su incesante búsqueda de la inmortalidad como crítico de arte. Desde que Pintoretto le comentó que su último libro le parecía fallido no deja de acosarlo para convencerlo de que está equivocado. Pero si bien su acoso es sofocante no es agresivo. Como si temiera romper con la más fiel referencia que ha encontrado para establecer su valor real. Pintoretto es la única persona a la que le profesa un verdadero respeto. Al resto de la humanidad la trata o bien con un insondable desprecio ―si es esa inmensa mayoría que considera por debajo de él― o, si se trata de aquellos a los que quiere sacarles algo, con total sumisión. Sólo Pintoretto habita ese desolado término medio. Yo, en cambio, soy uno de los tantos que desprecia y a los que, si tiene oportunidad de encontrarlos a su merced, les pisará los dedos. Vive convencido de que: a) los conocidos de hoy pueden ser los enemigos de mañana; b) y de que los escrúpulos sólo sirven para impedir actuar de la manera que más le convenga. En la galería de arte en que lo encontramos insistió en que lo acompañáramos a su casa. En un aparte le dije a Pintoretto que fuera y se quedara esa noche en casa de Cavallero y así me quitaba la preocupación de cómo regresaría a mi casa. Pero Pintoretto si a algo teme más que a perderse en Manhattan es al extraño sentido de la hospitalidad de Cavallero (ya una vez lo dejó en la calle en medio del invierno) me rogó que lo acompañara.    
Fuimos a su apartamento en Lexington y la 25 y nos sentamos en la terraza del penthouse. Se acababa de mudar. La terraza tenía una vista preciosa del Gramercy Park y de los edificios más emblemáticos de Manhattan. Alguien que lo conocía desde el preuniversitario me había dicho: “Cavallero solo se dirige a ti por estas tres razones: para pedirte algo, para sacarte alguna información o para restregarte algo en la cara”. A falta de que otra razón se revelara a lo largo de la noche Cavallero nos había llevado hasta allí para restregarnos el apartamento que acababa de conseguir.
El tema principal que tenía preparado para disertar esa noche en la terraza era el racismo en los Estados Unidos. Un racismo según él omnipresente y asfixiante. Y lo que lo hacía peor que el racismo cubano es que no se detenía ante las diferencias de tonalidades. “Una gota de sangre negra basta para que te consideren negro” decía y en sus palabras se sentía el crepitar de las cruces de fuego del Klu Klux Klan.
Cavallero es mulato. Tiene la piel de un chocolate muy claro y el pelo rizado.
La piel de Robby es mucho más oscura. De un negro cerrado y mate.
Picó es la noche misma.
Quizás esos detalles ayuden a aclarar un poco sus obsesiones. Pero no del todo.
Picó dice que apenas duerme. Solo unas cuatro horas al día. El resto del tiempo lo pasa manejando el camión y mandando paquetes para su familia. Todo para que al visitarlos en Pinar del Río darse cuenta de que ellos allá viven mejor que él aquí. Cuenta que acá un hermano inválido para el que no encuentra suficiente atención médica. Y aclara que no se considera un inmigrante político sino económico. Cuba y Estados Unidos son parte de la misma mierda. El que está arriba siempre está tratando de joderte y no puedes hacer otra cosa que aguantar.
Robby dice que la república norteamericana ha perdido su propio sentido de legalidad. Que presionada por sus necesidades imperiales viola a cada minuto las bases sobre las que se constituyó. No tiene sentido compararla con Cuba porque Cuba es un caso anómalo en el que la propia idea de república, de constitución y de leyes está fuera de lugar.
Cavallero no encuentra otro ejemplo concreto de racismo que el recuerdo del día en que se mudó a un edificio (otro, no ese en el que vive ahora) y alguien lo tomó por un empleado del lugar. Y Cavallero achaca esa confusión al color de su piel.
Cada vez que comienza a hablar Picó dice “en mi criterio…” con el tono del que está convencido de que fuera de Cuba todo lo que se dice en nombre de un criterio personal es indiscutible.
“Indiscutiblemente” es la muletilla con la que Robby encabeza cada una de sus afirmaciones.    
Cavallero no usa ninguna muletilla al comienzo de sus frases. En cambio, cada vez que expone sus argumentos de por qué el racismo norteamericano es más opresivo que el cubano termina diciendo: “I’m sorry pero es así”.
Picó no llega a decir que se siente tremendamente solo. Robby no menciona el detalle de que nunca terminó la tesis por la que fue a investigar a Cuba y que, al no graduarse su ilusión de convertirse en profesor universitario está condenada a no hacerse realidad. Cavallero no menciona su puesto de profesor en Princeton ni los libros o artículos de crítica de arte que publica pero, al menor descuido, nos pone en las manos la última antología en que aparece un texto suyo. Tiene ejemplares en todas partes. En un librero junto a la terraza, en el baño, debajo de la gorra que puse en la mesa frente a la que estamos sentados.
Le comento a Picó que no se debe engañar. Si no regresa es porque sabe que si lo hace a su vida se le acabará el poco sentido que le queda. Me responde que a donde le gustaría regresar es al pasado. Al momento inmediatamente anterior a su salida. A encontrarse con todas las cosas que tenía en ese momento y no apreciaba.
A Cavallero le pregunto si no le parece tan racista considerar negro a todos los que tengan una gota de sangre negra como considerarse superior por contener menos sangre negra que otros. Cavallero se niega a la comparación: el segundo caso le parece de una sofisticación superior y, por tanto, más aceptable. Luego de eso bajo a la calle a fumar.
Robby permite que se fume en el balcón. A él solo me le acerco para preguntarle dónde están las cervezas.
Picó finalmente confiesa qué es lo que le quita el sueño: no es rico. No quiere regresar a Cuba y vivir de los ahorros o del retiro que ha acumulado en los Estados Unidos. No. Quiere tener dinero para tirar a manos llenas.  
Robby desea que los Estados Unidos retomen los ideales republicanos sobre los cuáles fueron fundados.
Cavallero aparentemente lo tiene todo. No queda claro si desea que el racismo desaparezca de raíz o convertirse él mismo en blanco, como Michael Jackson, aunque de una manera más discreta.
No es difícil ver a los tres como manifestaciones del mismo fenómeno, el complejo de la raza. La conciencia de una injusticia fundamental e irremediable. Picó posiblemente piense que si fuera blanco al menos tendría mujer. Robby no pretende ser blanco. Reivindica con energía su condición de negro y sin embargo intenta distanciarse ―en su modo de hablar, de conducirse, en los temas de conversación que escoge― de la imagen folklórica del negro ligero y divertido. Así hasta el punto en que no parece ni negro ni blanco sino una especie de robot ligeramente humanizado. Cavallero es una variante de la misma actitud. Habla de un escritor mulato que ganó recientemente el Pulitzer por escribir un libro que a él le parece insufriblemente folklórico. Como insinuando que si escribiera sobre arte tercermundista en vez de dedicarse al europeo ―o si llevara en la piel un color que no supusiera determinados temas― ya habría recibido un Pulitzer hacía rato. Su condiscípulo del preuniversitario tenía razón: invitó a Pintoretto a verlo para restregarle lo bien que le va pese al racismo imperante en el país. Para que se imagine que de no ser por el racismo ya habría ganado el Nobel.
Yo, que albergo casi la misma porción de genes africanos que Cavallero nunca he pensado mucho a qué raza pertenezco. Alguna vez le pregunté a mi abuela cuál era mi color porque ―le decía extendiendo un brazo para que la piel diera testimonio por mí― blanco no era.
-Tú eres trigueño. Color cartucho.
Y con eso dejó zanjado el asunto por las próximas dos décadas, las más decisivas para cualquiera en lo que atañe a la creación de complejos.
Bendita sea mi abuela.
Las mujeres. Ese es un tema en el que los tres vuelven a distanciarse. Robby se siente totalmente dependiente de una mujer que lo detesta por no comportarse como un ser humano en casi ninguna circunstancia. O porque ella solo estaría satisfecha con alguien que estuviera a la altura de lo que ella cree merecer. O que al menos la despreciara al punto de conseguir que ella se sintiese inferior. A Cavallero le gustaría zafarse de la rumana fría y pálida casi hasta la transparencia que tiene por mujer y unirse a cualquiera de las admiradoras de su entorno, de esas que no lo conocieron cuando era pobre y se habría camino contrabandeando obras de arte  y muebles antiguos. La obsesión de Picó con el dinero se afinca en la esperanza de que su soñada solvencia les haga olvidar a las mujeres lo feo que es.
Pero la mayor diferencia entre ellos es de carácter. Picó es un alma simple perdida en circunstancias que lo superan, circunstancias que trata de esquivar planteándose falsos problemas. Robby es un sufridor que ante el temor de no alcanzar la altísima idea que tiene de sí mismo, prefiere no hacer nada. Esa idea de sí pasa sin embargo por una alta exigencia moral que le impide hacerle daño a alguien que no sea él mismo. O quizás es al revés: quizás sean sus exigencias morales las que le impiden funcionar en un mundo que considera esencialmente sucio.
Cavallero, bueno.
Cavallero es un saquito de mierda.

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